martes, 1 de noviembre de 2011

En el interior de todo ser humano existe un anhelo. Somos nuestro deseo. El deseo se manifiesta de diversas formas, pero aún cuando alguna de sus manifestaciónes arrastre al individuo a oscuras zonas de la experiencia humana, siempre es un motor. Es, de hecho, el único motor. La sed o el anhelo, es siempre en última instancia la sed por lo trascendente. La necesidad de éxtasis, que en su etimología quiere decir "ser sacado se sí" es una de las necesidades emocionales y espirituales del ser humano. Los únicos que no tienen esa necesidad de éxtasis son los bebés. Ellos, al no tener dividido al mundo entre éste y ellos mismos, habitan desde si mismos el todo. Todo es ellos, por lo tanto no tiene sentido el concepto de "ser sacado de sí". Pero en la medida que crecemos nos parapetamos en la autoafirmación. Primero desde una autoafirmación que en realidad no es propia, sino impuesta por las reglas familiares, sociales y religiosas; luego lo hacemos desde una autoafirmación basada en nuestros propios hallazgos y deducciones, que si bien tienen la validez de haber sido adquiridas desde la experiencia, también por ser la experiencia algo que pertenece al pasado, muchas veces ésta es incapaz de aprehender el presente, que la excede por ser siempre nuevo. La autoafirmación es sustento de nuestra forma, es parte de lo que nos permite ser y ser individualmente, pero a su vez, también es frontera frente al resto de la realidad y límite a nuestro crecimiento. En su dimensión de limite, la autoafirmación lleva en sí el anhelo extático, da luz a la necesidad de salir fuera de si, a la búsqueda de la trascendencia. Las tradiciones religiosas han buscado responder a ese anhelo. Son temas recurrentes en ellas la sed, el deseo, la falta, el peregrinar. De alguna manera ponen al ser humano en relación con su propio "todavía no". Pero aunque los maestros en primera persona, o según lo que los narradores que tuvieron experiencia de ellos, hablan de esto, el tiempo permite la conformación de una superestructura que pretende sistematizar la experiencia, tal vez en un afán de hacerla asequible al resto. Si las tradiciones religiosas no dan la experiencia, esto se debe a dos razones. La primera que existe una confusión entre lo que significa éxtasis en cuanto a salir fuera de si mismo, uno de cuyos sentidos podría ser incluso salir hacia el otro, y salir de la percepción sensorial habitual para tener otras sensaciones. Y la otra es que la misma superestructura religiosa no permite, o aparenta no hacerlo, la libertad de movimientos necesarias para hacer lugar al meandroso devenir de la experiencia espiritual. Pero como la necesidad de éxtasis está allí y la sed no se calma, el hombre sale a buscarla donde y como pueda. Condenar sistematicamente a los sucedáneos de la experiencia espiritual, en vez de poner la luz en la propia falta de capacidad de las tradiciones religiosas de poner en contacto al ser humano con su propia sed, es un camino destinado a fracasar. Despertar la sed, y animar a otros a saciarse es lo único posible.